“La muerte no existe en el sentido de experiencia, sino de conciencia;
podemos vivirla, mas nunca morirla de veras”.
Agustí Bartra.
Diciembre es la última esperanza de los años. Es en esa agonía del doceavo mes cuando la meditación y las crisis existenciales suelen tocar al espíritu de cada hombre. Así como cada año lleva implícito su agonizante diciembre, cada hombre lleva también su propia muerte.
podemos vivirla, mas nunca morirla de veras”.
Agustí Bartra.
Diciembre es la última esperanza de los años. Es en esa agonía del doceavo mes cuando la meditación y las crisis existenciales suelen tocar al espíritu de cada hombre. Así como cada año lleva implícito su agonizante diciembre, cada hombre lleva también su propia muerte.
Como Antonio Machado, yo cargaba siempre un reloj con un día de retraso, así que creo que al contrario de muchos, yo era veinticuatro horas más joven que cualquier otro.
Una noche trataba de escribir un poema, me encontraba sentado frente al escritorio de mi cuarto, con una cerveza al lado y fumando un cigarro de marca Romeo y Julieta (nótese la ironía de la tragedia hasta en la mercadotecnia). De pronto sonó el teléfono, era la mamá de Nadia. El motivo de su llamada era para informarme que su hija se encontraba hospitalizada en un sanatorio público cerca de su casa en estado de gravedad y quería verme.
La noticia me impactó; por dentro sentí que el alma se me caía de nuevo mientras en la radio una mujer interpretaba un tango titulado “voy a morir de amor”. En verdad es caprichoso el azar.
Cuando llegué al hospital, la familia de Nadia se encontraba en la sala de espera. Al entrar, no pude dejar de notar que me miraban con desprecio, como si fuera mi culpa el estado de salud de su familiar.
Pasados los minutos, doña Claudia – la mamá de Nadia- entró a la sala. Venía de platicar con el médico y no era necesario ser inteligente para notar de inmediato que se encontraba destrozada.
Se acercó de inmediato a mí y agradeció mi presencia con un abrazo. Me preguntó cuál era mi relación actual con su hija y le tuve que contar cada detalle de mi rompimiento con ella; de su deslealtad, sus mentiras, mi amor por ella y nuestras discusiones.
Me contó entonces que dos días después de que había decidido no volver a verla, Nadia supo que estaba embarazada de mí, pero sabía que era tanto mi rencor y mi decepción que no aceptaría volver a su lado, así que decidió abortar. Llamó a Armando y le contó lo sucedido. Entre los dos no juntaban el dinero suficiente para llevarla a una clínica y mejor optaron por un método más económico. Nadia había tomado cuatro pastillas para la gastritis y dos más las metió en su vagina. La reacción química hizo que abortara, pero la resistencia de su cuerpo no fue la esperada, Sin saberlo, tuvo una hemorragia interna y Armando tuvo que llevarla al hospital de emergencia. Estando ahí, no tuvo más opción que avisar a su familia y ellos decidieron informarme lo sucedido.
El diagnóstico era pesimista. A no ser que hubiera un milagro Nadia moriría y antes de que eso ocurriera, había pedido verme, pero había otro problema; yo no era familiar de ella y como se encontraba internada en el área de terapia intensiva no podía pasar a hablar con ella.
Afortunadamente yo gozaba de buenos ingresos y un historial crediticio impecable, por lo que ofrecí que Nadia fuera trasladada a un sanatorio privado de buen prestigio, comprometiéndome a cargar con la mayoría de los gastos médicos, pues la familia de ella no contaba con los medios necesarios y en medio de la crisis económica que atravesaba el país, solicitar un préstamo bancario era un suicidio.
La noche transcurrió entre firmas de pagarés y otros papeles, así que pude verla hasta la mañana siguiente cuando ya se estaba en su nuevo cuarto y como el sanatorio era particular se cumplía la sentencia de el que paga manda.
Cuando entré a verla estaba inconsciente, conectada a aparatos con tubos y jeringas. Nadia se debatía entre la vida y la muerte. Parecía una mariposa disecada en esa maldita cama, un Cristo clavado a la cruz, esperando el momento en que tronara el cielo y dejara de sufrir. Yo me sentía como el Judas traidor, con mis monedas de plata y un enorme sentimiento de culpa.
Las palabras eran inútiles, no sabía que decir, ella estaba convertida en la extensión de mi agonía, en el epitafio de mi orgullo. Hasta este cuarto nos había conducido nuestro juego. Si Nadia fallecía, su familia estaba decidida a demandar a Armando por su muerte y yo quedaría devastado de por vida. Su muerte sería también la mía. Este era el juego en el que todos perdíamos y al mismo tiempo, el día más largo de mi vida, tanto, que hasta mi reloj atrasado optó por descomponerse.
Sólo pude tomar su mano, estaba tan fría como el invierno de diciembre. Nadia –le suplicaba- no te vayas, no te mueras, por dios, no te mueras.
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