menos a la muerte misma.
Desde entonces,
a menudo me sorprendo
pensando en ella
y las imágenes
se vuelven en contra mía.
La juventud corpórea
debería garantizar
prórrogas
o amaparos
frente a la última de las acciones,
pero no es así.
Pasé tantas horas a su lado
y nunca vi a la muerte
tejiendo
botones a sus grandes ojos
o manejando en su camino.
Ahora imagino a su madre
con los hilos de sus recuerdos
cosiendo nubes de consuelo.
Me intriga la muerte
y clamo su retraso
en mi reloj de arena.
Brenda bailaba
y bailaba con
la muerte a su costado,
nunca detrás de ella,
prendida de sus pechos,
le mamaba la vida
a sorbos.
Cada vez que desgajo letras
sobre fruteros,
me pregunto cuál será
mi ultimo acento
y entonces
los enjambres de avispas
envenenan mi silencio.
Me aterra pensar
que tal vez
no he vivido lo suficiente
para ver caer
demasiadas hojas de otoño
como quisiera
o vivir dignamente
debajo de unos pechos
cálidos
que me protejan del frío
de los amaneceres,
o simple
y llanamente
haber escrito un buen poema.
No haber besado tantas luciérnagas
hasta ver
mis labios escaldados;
o haber leído tantos cuentos
para hablar
como lo hacen los poetas
con los duendes.
Platicar con los cuervos
y hacerse amigo de ellos
pudiera ser una buena estrategia
para burlar la muerte,
pero ellos no hablan;
no saben
y nunca les ha interesado;
se pasan vigilando
el día entero
la espalda de los hombres;
como buscando marcas
que indiquen
el momento de la tempestad
para saciar su hambre
y devorarlo todo;
el sistema óseo
que tantos años
mantuvo en pie los sueños;
la sangre
que oxigenaba la esperanza
en noches tristes;
los ojos
que siempre fieles;
se mantuvieron firmes
a pesar de las tormentas.
Malditos sean los cuervos,
sólo piensan en tragar
los pasos de alguien.
Un día de estos
lo aseguro,
no sé como,
voy a envenenar la carne
para que se mueran.
La muerte me aterra,
lo confieso
y no espero
indulgencia alguna;
sólo morir como murió
Bukowski,
ebrio desde alma,
hasta el placer,
siempre intacto
a la hora de las brujas.
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