Capítulo antecedente a los espejos y porterior al atentado
“Se habla sin cesar contra las pasiones. Se las considera la fuente de todo mal humano, pero se olvida que también lo son de todo placer”.
Denis Diderot
¿Quién lo iba a decir?, exactamente un año después de conocer a Nadia todo estaba terminado entre ella y yo. Siempre me había apasionado imaginar como sería el final de lo nuestro. Algunas veces me agradaba imaginar que sería porque algún accidente del azar (como casi siempre ocurre). Nos separaríamos por motivos de profesión, de viajes o algún otro pretexto que me llevara lejos de ella. No puedo negar que dentro de mi imaginación romántica, también me imaginaba un reencuentro nostálgico.
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Con la agonía del otoño, llegaba también la agonía de mi relación con Nadia. Una tarde de domingo, mientras disfrutaba de un café en un restaurante del centro de la ciudad recibí una llamada. Armando, que era un pobre diablo que yo había conocido por otros amigos, había conseguido mi número telefónico. El motivo de su llamada era saber si yo aún tenía una relación amorosa con Nadia, a lo que contesté extrañado que sí. Mi sorpresa fue mayor al enterarme ella me había estado siendo infiel durante meses con él.
Cosa curiosa, él tampoco lo sabía. Ambos habíamos sido víctimas de la infidelidad de aquella mujer y aunque al parecer no esperábamos menos de ella, tampoco lo podíamos creer.
Armando fue breve. Me dijo que terminaría la relación con ella en ese momento por teléfono y colgó. Mientras yo iba a su casa a saber si era cierto o sólo era una estrategia para separarme de ella y dejarle libre el camino.
Al llegar a casa de Nadia una sensación de miedo y enojo me invadía. De ser cierto, no sé si tendría las agallas para alejarme de su vida para siempre. Tenía pavor de terminar perdonándola y entonces quedar como el mayor de los imbéciles al lado de una mujer que no lo valía.
Por fin toque a su puerta. Ella me recibió llorando y con una actitud de arrepentimiento. La respuesta era sí. Nadia me había estado siendo infiel. Discutimos largo tiempo. La irá y el sadismo se apoderaron de mis palabras y mientras más la hería con mi discurso, más gozaba del momento. ¿Por dios, qué me estaba pasando? Placer en el sufrimiento de ella.
Me encantaba verla llorar, suplicarme que no me fuera de su vida, que la perdonara, que ella me necesitaba, que yo era lo mejor que le había pasado en la vida.
Ese momento se materializó mi triunfo. Había logrado apoderarme del orgullo de Nadia, de su cuerpo, de su voluntad. Bastaba que yo le ordenara que se hincara frente a mi a suplicar, que renunciara a todo por quedarme a su lado, que fuéramos a un hotel y tuviéramos sexo toda la noche y ella hubiera aceptado sin poner objeción.
Nadia me pertenecía en ese momento. Su cuerpo estaba a mi disposición. Pero ya nada de eso me bastaba; así no quería mi triunfo, así no quería tenerla.
Pasadas las horas, mi éxtasis se diluyó. Nadia lloraba tanto que hizo que los papeles se revirtieran a su favor; ahora yo era el que se sentía terriblemente culpable de su mal momento. Me sentía un monstruo, un patojo miserable que no la merecía.
Nadia era una gran jugadora. Al igual que los tahúres, ella sabía como disimular las trampas dentro del juego amoroso. Tanto que terminé por creer su actuación y canté mi derrota. Le ofrecí a Nadia una nueva oportunidad y ella contestó que lo iba a pensar.
Acordamos dos semanas para volver a vernos y conocer su respuesta. Estaba de regreso en el juego, pero con la moral baja y entregado totalmente a mi derrota. Por alguna razón extraña, no podía (o no quería) alejarme de ella. Mi pasión por Nadia estaba a punto de acabar con mi cordura y yo estaba ampeñado a llevarla hasta las últimas consecuencias.
Denis Diderot
¿Quién lo iba a decir?, exactamente un año después de conocer a Nadia todo estaba terminado entre ella y yo. Siempre me había apasionado imaginar como sería el final de lo nuestro. Algunas veces me agradaba imaginar que sería porque algún accidente del azar (como casi siempre ocurre). Nos separaríamos por motivos de profesión, de viajes o algún otro pretexto que me llevara lejos de ella. No puedo negar que dentro de mi imaginación romántica, también me imaginaba un reencuentro nostálgico.
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Con la agonía del otoño, llegaba también la agonía de mi relación con Nadia. Una tarde de domingo, mientras disfrutaba de un café en un restaurante del centro de la ciudad recibí una llamada. Armando, que era un pobre diablo que yo había conocido por otros amigos, había conseguido mi número telefónico. El motivo de su llamada era saber si yo aún tenía una relación amorosa con Nadia, a lo que contesté extrañado que sí. Mi sorpresa fue mayor al enterarme ella me había estado siendo infiel durante meses con él.
Cosa curiosa, él tampoco lo sabía. Ambos habíamos sido víctimas de la infidelidad de aquella mujer y aunque al parecer no esperábamos menos de ella, tampoco lo podíamos creer.
Armando fue breve. Me dijo que terminaría la relación con ella en ese momento por teléfono y colgó. Mientras yo iba a su casa a saber si era cierto o sólo era una estrategia para separarme de ella y dejarle libre el camino.
Al llegar a casa de Nadia una sensación de miedo y enojo me invadía. De ser cierto, no sé si tendría las agallas para alejarme de su vida para siempre. Tenía pavor de terminar perdonándola y entonces quedar como el mayor de los imbéciles al lado de una mujer que no lo valía.
Por fin toque a su puerta. Ella me recibió llorando y con una actitud de arrepentimiento. La respuesta era sí. Nadia me había estado siendo infiel. Discutimos largo tiempo. La irá y el sadismo se apoderaron de mis palabras y mientras más la hería con mi discurso, más gozaba del momento. ¿Por dios, qué me estaba pasando? Placer en el sufrimiento de ella.
Me encantaba verla llorar, suplicarme que no me fuera de su vida, que la perdonara, que ella me necesitaba, que yo era lo mejor que le había pasado en la vida.
Ese momento se materializó mi triunfo. Había logrado apoderarme del orgullo de Nadia, de su cuerpo, de su voluntad. Bastaba que yo le ordenara que se hincara frente a mi a suplicar, que renunciara a todo por quedarme a su lado, que fuéramos a un hotel y tuviéramos sexo toda la noche y ella hubiera aceptado sin poner objeción.
Nadia me pertenecía en ese momento. Su cuerpo estaba a mi disposición. Pero ya nada de eso me bastaba; así no quería mi triunfo, así no quería tenerla.
Pasadas las horas, mi éxtasis se diluyó. Nadia lloraba tanto que hizo que los papeles se revirtieran a su favor; ahora yo era el que se sentía terriblemente culpable de su mal momento. Me sentía un monstruo, un patojo miserable que no la merecía.
Nadia era una gran jugadora. Al igual que los tahúres, ella sabía como disimular las trampas dentro del juego amoroso. Tanto que terminé por creer su actuación y canté mi derrota. Le ofrecí a Nadia una nueva oportunidad y ella contestó que lo iba a pensar.
Acordamos dos semanas para volver a vernos y conocer su respuesta. Estaba de regreso en el juego, pero con la moral baja y entregado totalmente a mi derrota. Por alguna razón extraña, no podía (o no quería) alejarme de ella. Mi pasión por Nadia estaba a punto de acabar con mi cordura y yo estaba ampeñado a llevarla hasta las últimas consecuencias.
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