“El tango es como un pensamiento triste
que se baila”
Enrique Santos D.
Nadia seguía hospitalizada y mi cuenta bancaria estaba siendo sangrada todos los días. Afortunadamente su cuerpo había respondido al tratamiento. Salvaría la vida y aunque Armando no iría a la cárcel y yo quedaría pobre y más delgado que un bambú, pero con la conciencia tranquila.
Cada noche salía del trabajo para ir al hospital un rato, a veces entraba a al cuarto de Nadia y conversábamos unos minutos, otras ocasiones simplemente me quedaba afuera platicando con su mamá.
La noche del 23 de diciembre había comprado unas rosas para ella e incluso me vestí con un traje elegante color gris oxford y mi sombrero estilo panamá de ala corta. Me arreglé como si fuera a una cita y en cierto modo quería creer que así era. Desgraciadamente no contaba con que después de dos semanas, Armando haría su aparición. Cuando llegué al sanatorio me topé con doña Claudia saliendo del elevador y noté su nerviosismo. Me saludó efusivamente y mirándome de abajo a arriba me lanzó un piropo. Me llevó a la cafetería del hospital y me contó que Armando y su hija estaban platicando arriba.
Los celos nuevamente se apoderaron de mí como en meses anteriores y apretando la quijada me hice un reclamo en silencio. No era posible, el cinismo de aquellos dos era imperdonable y mi estupidez peor. Estaba furioso. Doña Claudia trató de consolarme, me dijo que era un gran hombre que no merecía pasar por estas situaciones, que su hija no me merecía y que algún día encontraría a alguien que en verdad me valorara. Que patético –pensé-, no sólo estaba colérico con otro par de huesos imaginarios colgando de mi frente, ahora también gozaba de la lástima de la señora que estaba frente a mí.
Por dentro algo me decía que en ese momento debía liquidar la cuenta y hacer que sacaran a Nadia del sanatorio, que debía subir y de una vez por todas desquitar mi rabia a puños contra aquel farsante o simplemente tomar un arma y descargar todo el cartucho en el pecho de aquellos dos idiotas; pero no fue así. Tanta era mi impotencia que lo único que pude hacer, fue tomar las rosas y salir de ahí. Necesitaba estar solo.
Maneje durante una hora como nunca lo había hecho, parecía un suicida, quería estrellarme en algún camellón y dejar todo atrás, olvidar en un estruendo su nombre, sus piernas, sus caderas, el recuerdo de sus gemidos, el sonido de su risa; quería morir de una vez por todas, pero no tenía las agallas suficientes de girar el volante y acabar con todo.
Cuando por fin pasó el huracán y la poca razón que me quedaba hizo acto de presencia, decidí hacer escala en un bar llamado “Buenos Aires querido”. El lugar era tranquilo, adornado como el barrio de boca en la capital argentina, toda la noche tocaban tangos y el dueño alegaba que si uno tenía suerte, alguna noche podía encontrar al fantasma de Gardel conquistando mujeres.
Por alguna razón no quise dejar las rosas en el auto y las llevé conmigo, entré al lugar y decidí sentarme en la barra, pedí al mesero un Johnnie Walter etiqueta azul, prendí un cigarro y escuché atento cada canción que interpretaban en vivo. Así estuve al menos una hora hasta que los músicos decidieron tomar un receso.
No sabía que hacer, por un lado sentía que era mi culpa el estado de salud de Nadia y por otro comenzaba a odiarla con una mezcla de amor y necesidad. Tan grande era mi dolor que justo cuando comenzó la canción “soledad” en voz de Gardel, no pude evitar apretar los puños y dejar caer algunas lágrimas sobre el cenicero.
Lo hermoso del tango es la tragedia que emana de sus historias –me dijo uno de los músicos acercándose a mi-
¿Perdón? –respondí sorprendido y secándome las lágrimas-
Hola, soy Otto.
Mucho gusto Otto, yo soy (…), tocas muy bien el piano y cantas excelente.
Gracias (rie). Disculpa, pero no he podido dejar de notar el sombrero y las rosas. ¿Esperas a alguien?
No, no. Estas rosas eran para una mujer que ya no las quiso.
Mmm, bueno –dijo mientras tomaba asiento- a la mayoría de las mujeres lo que les llama la atención no son las flores en sí, sino las espinas. Regalar rosas con las espinas cortadas a una mujer puede ser contraproducente, al igual que en el amor, uno no debe sobre protegerlas, hay que darles la oportunidad de que se lastimen por su propia cuenta y esperar a que acudan con nosotros a aliviar su dolor.
Otto era un tipo con una gran personalidad, argentino, de facciones afiladas, cabello largo, tez blanca, de ojos azules y una plática muy interesante. Me contó que había llegado a México hacía siete años siguiendo a Renata, la mujer de su vida y con la que había durado unos meses saliendo. Cuando por fin la volvió a contactar, ella le confesó que acababa de casarse con un famoso político y aunque el le suplicó que volviera su respuesta fue no.
Al cabo de un tiempo, Renata se estrenó como viuda y buscó al músico; la pasión les duró algunas semanas hasta que ella se aburrió y decidió dejarlo, no sin antes confesarle que había estado con otro al mismo tiempo que con él. Otto dice que la amó tanto hasta el punto de comenzar a odiarla y como ella se fue a Argentina con su nuevo amor, él no quiso volver a su país para no encontrársela nunca más. Para sobrevivir, se dedicó a tocar en algunos lugares hasta que Ernesto –el dueño del bar- lo contrató junto a otros cinco músicos para interpretar tangos casi todas las noches en el negocio.
Otto y yo teníamos entonces algunas cosas en común, ambos habíamos sido engañados por las mujeres de nuestras vidas, ambos las amábamos casi al punto del odio, disfrutábamos del tango, habíamos llegado al bar en condiciones similares y por cierto, ambos disfrutábamos de la tragedia.
La noche se hizo amena con la presencia de Otto, me presentó a los otros músicos y les contó que era escritor (menos mal no dijo que también asesor político) y al parecer un amante de los tangos. Estuvimos hasta entrada la mañana fumando, bebiendo whisky y platicando barbaridades; incluso cumplieron mi sueño, me acompañaron con sus instrumentos para que en el escenario (ya sin clientes claro) interpretara volver y a media luz, con mi traje, mi sombrero y mis rosas marchitas, queriendo sentirme Gardel.
No recuerdo cuánto hacía que no me divertía y reía tanto como aquella noche en Buenos Aires. Ahí estaba yo con un grupo de artistas y un nuevo amigo, gozando de la tragedia, del dolor y de la ausencia de Nadia en la víspera de noche buena.
que se baila”
Enrique Santos D.
Nadia seguía hospitalizada y mi cuenta bancaria estaba siendo sangrada todos los días. Afortunadamente su cuerpo había respondido al tratamiento. Salvaría la vida y aunque Armando no iría a la cárcel y yo quedaría pobre y más delgado que un bambú, pero con la conciencia tranquila.
Cada noche salía del trabajo para ir al hospital un rato, a veces entraba a al cuarto de Nadia y conversábamos unos minutos, otras ocasiones simplemente me quedaba afuera platicando con su mamá.
La noche del 23 de diciembre había comprado unas rosas para ella e incluso me vestí con un traje elegante color gris oxford y mi sombrero estilo panamá de ala corta. Me arreglé como si fuera a una cita y en cierto modo quería creer que así era. Desgraciadamente no contaba con que después de dos semanas, Armando haría su aparición. Cuando llegué al sanatorio me topé con doña Claudia saliendo del elevador y noté su nerviosismo. Me saludó efusivamente y mirándome de abajo a arriba me lanzó un piropo. Me llevó a la cafetería del hospital y me contó que Armando y su hija estaban platicando arriba.
Los celos nuevamente se apoderaron de mí como en meses anteriores y apretando la quijada me hice un reclamo en silencio. No era posible, el cinismo de aquellos dos era imperdonable y mi estupidez peor. Estaba furioso. Doña Claudia trató de consolarme, me dijo que era un gran hombre que no merecía pasar por estas situaciones, que su hija no me merecía y que algún día encontraría a alguien que en verdad me valorara. Que patético –pensé-, no sólo estaba colérico con otro par de huesos imaginarios colgando de mi frente, ahora también gozaba de la lástima de la señora que estaba frente a mí.
Por dentro algo me decía que en ese momento debía liquidar la cuenta y hacer que sacaran a Nadia del sanatorio, que debía subir y de una vez por todas desquitar mi rabia a puños contra aquel farsante o simplemente tomar un arma y descargar todo el cartucho en el pecho de aquellos dos idiotas; pero no fue así. Tanta era mi impotencia que lo único que pude hacer, fue tomar las rosas y salir de ahí. Necesitaba estar solo.
Maneje durante una hora como nunca lo había hecho, parecía un suicida, quería estrellarme en algún camellón y dejar todo atrás, olvidar en un estruendo su nombre, sus piernas, sus caderas, el recuerdo de sus gemidos, el sonido de su risa; quería morir de una vez por todas, pero no tenía las agallas suficientes de girar el volante y acabar con todo.
Cuando por fin pasó el huracán y la poca razón que me quedaba hizo acto de presencia, decidí hacer escala en un bar llamado “Buenos Aires querido”. El lugar era tranquilo, adornado como el barrio de boca en la capital argentina, toda la noche tocaban tangos y el dueño alegaba que si uno tenía suerte, alguna noche podía encontrar al fantasma de Gardel conquistando mujeres.
Por alguna razón no quise dejar las rosas en el auto y las llevé conmigo, entré al lugar y decidí sentarme en la barra, pedí al mesero un Johnnie Walter etiqueta azul, prendí un cigarro y escuché atento cada canción que interpretaban en vivo. Así estuve al menos una hora hasta que los músicos decidieron tomar un receso.
No sabía que hacer, por un lado sentía que era mi culpa el estado de salud de Nadia y por otro comenzaba a odiarla con una mezcla de amor y necesidad. Tan grande era mi dolor que justo cuando comenzó la canción “soledad” en voz de Gardel, no pude evitar apretar los puños y dejar caer algunas lágrimas sobre el cenicero.
Lo hermoso del tango es la tragedia que emana de sus historias –me dijo uno de los músicos acercándose a mi-
¿Perdón? –respondí sorprendido y secándome las lágrimas-
Hola, soy Otto.
Mucho gusto Otto, yo soy (…), tocas muy bien el piano y cantas excelente.
Gracias (rie). Disculpa, pero no he podido dejar de notar el sombrero y las rosas. ¿Esperas a alguien?
No, no. Estas rosas eran para una mujer que ya no las quiso.
Mmm, bueno –dijo mientras tomaba asiento- a la mayoría de las mujeres lo que les llama la atención no son las flores en sí, sino las espinas. Regalar rosas con las espinas cortadas a una mujer puede ser contraproducente, al igual que en el amor, uno no debe sobre protegerlas, hay que darles la oportunidad de que se lastimen por su propia cuenta y esperar a que acudan con nosotros a aliviar su dolor.
Otto era un tipo con una gran personalidad, argentino, de facciones afiladas, cabello largo, tez blanca, de ojos azules y una plática muy interesante. Me contó que había llegado a México hacía siete años siguiendo a Renata, la mujer de su vida y con la que había durado unos meses saliendo. Cuando por fin la volvió a contactar, ella le confesó que acababa de casarse con un famoso político y aunque el le suplicó que volviera su respuesta fue no.
Al cabo de un tiempo, Renata se estrenó como viuda y buscó al músico; la pasión les duró algunas semanas hasta que ella se aburrió y decidió dejarlo, no sin antes confesarle que había estado con otro al mismo tiempo que con él. Otto dice que la amó tanto hasta el punto de comenzar a odiarla y como ella se fue a Argentina con su nuevo amor, él no quiso volver a su país para no encontrársela nunca más. Para sobrevivir, se dedicó a tocar en algunos lugares hasta que Ernesto –el dueño del bar- lo contrató junto a otros cinco músicos para interpretar tangos casi todas las noches en el negocio.
Otto y yo teníamos entonces algunas cosas en común, ambos habíamos sido engañados por las mujeres de nuestras vidas, ambos las amábamos casi al punto del odio, disfrutábamos del tango, habíamos llegado al bar en condiciones similares y por cierto, ambos disfrutábamos de la tragedia.
La noche se hizo amena con la presencia de Otto, me presentó a los otros músicos y les contó que era escritor (menos mal no dijo que también asesor político) y al parecer un amante de los tangos. Estuvimos hasta entrada la mañana fumando, bebiendo whisky y platicando barbaridades; incluso cumplieron mi sueño, me acompañaron con sus instrumentos para que en el escenario (ya sin clientes claro) interpretara volver y a media luz, con mi traje, mi sombrero y mis rosas marchitas, queriendo sentirme Gardel.
No recuerdo cuánto hacía que no me divertía y reía tanto como aquella noche en Buenos Aires. Ahí estaba yo con un grupo de artistas y un nuevo amigo, gozando de la tragedia, del dolor y de la ausencia de Nadia en la víspera de noche buena.
0 comentarios:
Publicar un comentario