“Con que tristeza miramos un amor que se nos va,
es un pedazo del alma que se arranca sin piedad”
Veinte años
Después de mi nueva derrota con Nadia, por aquellos días de diciembre me enteré de una noticia que me tenía pensativo. Una famosa cantante británica, adicta a las drogas y que en muchas ocasiones había sido la gran protagonista de escándalos de la farándula, pasaría una última noche al lado de su esposo y gran amor de su vida en un hospital de Londres. Mike (que era el nombre de él) había violado su libertad condicional al ser sorprendido drogándose en su departamento dos días atrás, por lo que no pudo evitar que un juez lo sentenciara a diez años de prisión.
Me preguntaba cómo pasaría una pareja en esas circunstancias su última noche fuera de un penal. Supongo que se abrazarían todo el tiempo, platicarían sobre como se conocieron, de cuando él le pidió matrimonio y tendrían sexo toda la noche, pero un sexo lleno de nostalgia, de culpa, de todo menos esperanza. En punto de las siete de la mañana llegaría a tocar la puerta del cuarto un grupo de agentes por él con su actitud seria, fría, imposibilitados de entender la tragedia de aquel amor. Alguno de los dos lo diría, “es hora” y acto seguido se darían un último beso en la libertad, se abrazarían, se mirarían y dirían adiós con los labios destrozados y los ojos llenos de eso que muchos llamamos tristeza.
No sé si era por el momento que pasaba o que siempre era demasiado cursi y ridículo con estas cosas, pero esa historia…
En algo nos parecíamos aquella pareja y yo. Mi guerra con Nadia, las pasiones, el amor, el poder, la soledad y la tristeza me estaban matando por dentro y necesitaba gritar auxilio. Por primera vez en mi vida, estaba urgido de un dios y sobrado de cruces.
Recordé entonces a Henry Miller: “cada guerra es una destrucción del espíritu humano”.
es un pedazo del alma que se arranca sin piedad”
Veinte años
Después de mi nueva derrota con Nadia, por aquellos días de diciembre me enteré de una noticia que me tenía pensativo. Una famosa cantante británica, adicta a las drogas y que en muchas ocasiones había sido la gran protagonista de escándalos de la farándula, pasaría una última noche al lado de su esposo y gran amor de su vida en un hospital de Londres. Mike (que era el nombre de él) había violado su libertad condicional al ser sorprendido drogándose en su departamento dos días atrás, por lo que no pudo evitar que un juez lo sentenciara a diez años de prisión.
Me preguntaba cómo pasaría una pareja en esas circunstancias su última noche fuera de un penal. Supongo que se abrazarían todo el tiempo, platicarían sobre como se conocieron, de cuando él le pidió matrimonio y tendrían sexo toda la noche, pero un sexo lleno de nostalgia, de culpa, de todo menos esperanza. En punto de las siete de la mañana llegaría a tocar la puerta del cuarto un grupo de agentes por él con su actitud seria, fría, imposibilitados de entender la tragedia de aquel amor. Alguno de los dos lo diría, “es hora” y acto seguido se darían un último beso en la libertad, se abrazarían, se mirarían y dirían adiós con los labios destrozados y los ojos llenos de eso que muchos llamamos tristeza.
No sé si era por el momento que pasaba o que siempre era demasiado cursi y ridículo con estas cosas, pero esa historia…
En algo nos parecíamos aquella pareja y yo. Mi guerra con Nadia, las pasiones, el amor, el poder, la soledad y la tristeza me estaban matando por dentro y necesitaba gritar auxilio. Por primera vez en mi vida, estaba urgido de un dios y sobrado de cruces.
Recordé entonces a Henry Miller: “cada guerra es una destrucción del espíritu humano”.
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